Mi lengua está que arde y cada poro rosado está tan rojo como las brasas. Pero no digo nada. Miro el té. Hay ruido de cubiertos, de platos y de cajones que inundan el ambiente. Todo desordenado; el caos mismo. Los ojos se humedecen y la cara se contrae, pero la boca no habla.
De fondo, Seinfeld. En la cocina, él, aunque ya empieza a acercarse. Me da un beso, me agarra de la cintura. Me lleva a la cama como quien no quiere la cosa. Empieza la famosa secuencia: remera, pantalón, corpiño y, finalmente, bombacha.
- ¿Estás asustada? ¿Estás bien? Hablemos – me pregunta mirando al techo, sin tocarme. Tengo frío.
- Estoy bien, en serio. ¿Vos estás bien?
- Más o menos: tengo miedo – y me mira. Le doy un beso y lo intento abrazar con la mirada, decir ese universo implícito que compartimos. Creo que lo entiende, pero uno nunca sabe. Tengo frío.
El himen se rompe, espero la magia que no llega. Me duele un poco, tengo que admitir, pero nada espeluznante. ‘Me mintieron’, pienso. Él me abraza, me da un beso en el cuello y se queda recostado cincuenta segundos. Se levanta, se pone las ojotas y enfila hacia el baño. Me siento y pongo mis rodillas en el pecho; me aplasto el nudo en la panza, me abrazo las piernas mientras él sale. Lo escucho irse al living.
- Che, ¿todo bien?- le pregunto mientras salgo de la pieza y pienso cuánto ruido y qué pocas nueces que hay sobre este tema. Igual la primera vez… Me contengo.
- Sí. No te preocupes.
La violencia en el pucho; la presión en las yemas y la colilla desaparece. Se toca la barba con el índice y el pulgar, los dos llenos de cigarrillo, y mira la nada. O hacia adentro. Nunca lo pude entender.
Tiene ojos grandes y bondadosos, caídos hacia abajo, hacia su boca carnosa: por esto parecen buenos y a veces lo son. Toma grandes tragos de agua natural de un vaso gigante y de plástico. La garganta le hace ruido con cada cascada de líquido que cae. Suspira y se levanta para volver a lo que le compete, a sus libros.
La medicina requiere disciplina, método, memoria y capacidad de pronunciar nombres y fórmulas imposibles. Los médicos estudian una ciencia social: pueden ayudan a delimitar la sanidad de la enfermedad para que la sociedad funcione de acuerdo a reglas que inventamos. Son mártires. Muchos de ellos lo saben y aman a los humanos. Pero él es distinto, él sueña con libros en islas y con ser un robot. Puro escudo, puro escape. Quiere ser una máquina para poder estudiar más, repetir mejor. Tener un titulo, por qué no.
Pero qué bien huele, y los olores son humanos –tan asquerosamente vivos. Es aún más rico en los excesos, debo admitir: el fernet, la cerveza y el pucho deberían ser sus perfumes, su humanidad. Un olor que tapa a otro dolor.
Se toca el pene –siempre lo hace- y se rasca la cabeza con todas las uñas de la mano izquierda. Parece un mono. Pero qué bien huele cuando está recién bañado. Además, tiene ese pelo despeinado, la bata gris acero abierta y esas manos perfectas sumamente limpias que a veces no puedo dejar de mirar.
Me acerco. Estoy parada. Le abrazo la cabeza apoyada sobre un cuerpo sentado en una silla. Una mano me rodea la cintura durante unos segundos y sé que pertenece a su cuerpo, pero no a él. Está estudiando otra vez y no puedo dejar de mirarlo vacío, sin palabras. Porque son eso: sinónimos.
Corro la silla y me siento en el suelo. Él no levanta la vista. Empiezo a sentir los poros que eran rosados; ahora son rojos. Quiero decirlo. Agarro una hoja, un lápiz verde. Un círculo enorme que se cierra sobre sí mismo empieza a aparecer en el papel. Quiero cerrar los ojos y tengo la noche y dos palitos en mis párpados. Quiero gritarlo, pero tengo las palabras atravesadas en la garganta. Como esa mujer en ese escritor. Mis ojos abiertos ven mi mano que dibuja el círculo, el espiral hacia adentro, cada vez más chiquitito, cada vez más rápido. La hoja se llena de verde. Él no mira.
Mientras tanto, en la habitación, mi ropa negra está tirada en el piso; un cadáver de lo que pasó. Esto no es lo que pensaba que era, ¿pero quién soy para saber? Son mis primeras veces. No lo sé. Esto es a cara lavada, en primera persona. Las parejas usan tapaojeras y lápiz delineador para salir a la calle; se construyen un disfraz, el del amor.
Me paro. Me busco en el espejo de cuerpo entero. Me veo así, revelada, develada y rebelada. Siento la piedra adentro. Veo mi piel blanquísima, agrietada. Pero amo.
Agarro el papel, lo levanto del piso, lo dejo sobre la mesa. Él me mira y abre un poco los ojos, sólo lo necesario; pero me ve. Se levanta, se acerca. Me abraza. Me besa. Aprieto tanto los ojos que me duele.
Me quieren por primera vez. Pero me pretende blanca, me pretende nívea, me pretende casta. Se aleja. Agarra el encendedor y sale el humo azul de su cigarrillo. Mi garganta quiere inmolarse, pero me siento en el suelo. Traigo las piernas a mi pecho y me empiezo a mecer. Él da vuelta la página del libro y el círculo verde y el papel y yo caemos al piso.
12 de agosto de 2012
La violencia está en el pucho
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