8 de julio de 2008

ALAS

PARTE UNO:

Y sí, la cosa se puso áspera, decadente, ridícula, innecesaria, calma, terrorífica, desesperante, día tras días con un poco más de esa resignación que molesta, ya, hasta en los ojos, y finalmente... la cosa se puso en paz, acompañada por la decisión ilógica que siempre está conmigo.

Mi cuarto se llenó de mariposas con olor a miel y mis pecas se volvieron blancas como la nube misma. Y el sol regordete entró por mi ventana señalándome con sus rayitos la puerta de al lado. Al abrirla me encontré con el rostro más bello del inmenso universo, su expansión y sus alrededores.

Estaba ahí, sentadita con la mirada fija en el blanco techo, una mirada larga y cansada de estar en calma. Sus pelos de oro, jaspeados por las blancas canas, caían sin peso sobre sus hermosos hombros tostados por el más glorioso sol. Sus manos, lánguidas y delicadas se mantenían colgando de la silla como una extensión inerte de su cuerpo. De cuando en cuando, movía un dedito despacio, como si quisiera dejar en claro que estaba viva.

Y era cierto, ¡estaba más viva que nunca!




Al sonreír se le iluminó, como siempre, la frente, y sus ojos brillaron tanto, que el blanco del cuarto se complotó con la luz haciéndome pestañar sin quererlo, lo cual, produjo en mi una inmensa culpa, ya que perdí medio segundo más de su increíble hermosura.

Las grietas de su piel estaban pintadas por los mismos dioses porteños y me miraba fijo con su mueca preferida, y la que mejor le sale, la mueca del cómplice amor incondicional.
Era la más chiquita y a su vez la más inmensa mujer que cualquier ser puede siquiera imaginar.

Ella... tan ella, dueña de una dulzura única, me contemplaba como quien contempla a un recién nacido... y yo, la observaba, como quien mira a otro.

Un ruido distrajo mi atención y, como mecanismo de defensa, ella, estuvo a punto de extender sus enormes alas del susto.

Me quedé pasmada e inmóvil. Volaron, del cuarto, todas las hojas amarillas, las mariposas que me siguieron hasta ahí, se me vinieron encima y una sensación de espanto atacó mi ser.

Por un momento no pude verla, las mariposas revoloteaban por mi cara, y mis movimientos espásticos no alcanzaban correrlas. Tuve que salir del cuarto, y dejarla ahí, solita, con sus tristes alas extendidas y con lágrimas de muerte en los ojos.

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