Desde que China comenzó a organizar los Juegos Olímpicos de 2008 se escuchan las voces que piden que el gobierno devuelva a los tibetanos todo lo que les quitó. “No se puede permitir que pretendan mejorar su imagen con el espectáculo de los Juegos Olímpicos”, escribe en este ensayo exclusivo el filósofo esloveno Slavoj Zizek. Pero luego enumera las falacias históricas alrededor de la ocupación del Tíbet, y se pregunta cómo será la reconfiguración geopolítica una vez que China se posicione como la potencia hegemónica mundial. Posteado por Fermina
Por Slavoj Zizek
Otra historia. Zizek enumera nueve puntos que abren interrogantes sobre la versión maniquea acerca de la “maldad” del gobierno chino y el “pacifismo” de la población del Tíbet. Para él, lo verdaderamente peligroso es la posibilidad de que el sistema político autoritario chino se imponga como nuevo modelo.Las crónicas periodísticas tratan de imponernos una imagen, más o menos como ésta: la República Popular China que en 1949 ocupó el Tíbet en forma ilegal se dedicó durante décadas a la destrucción brutal y sistemática, no sólo de la religión tibetana, sino de la identidad de los tibetanos como pueblo libre. Recientemente, las protestas del pueblo tibetano contra la ocupación china fueron sofocadas brutalmente, una vez más, por fuerzas policiales y militares. Puesto que China está organizando los Juegos Olímpicos de verano 2008, todos los que respetamos la democracia y la libertad debemos ejercer presión sobre China para que devuelva a los tibetanos lo que les quitó. A un país con antecedentes tan funestos con respecto a los derechos humanos no se le puede permitir que pretenda mejorar su imagen con el noble espectáculo de los Juegos Olímpicos. Y nuestro gobierno, ¿qué va hacer? ¿Cederá como siempre al pragmatismo económico? ¿O tendrá el valor de poner nuestros principios éticos y políticos por encima de los intereses económicos de corto plazo?
Si bien las actividades chinas en el Tíbet han incluido, sin duda alguna, numerosos actos sanguinarios de terror y destrucción, hay no obstante varios aspectos que contradicen la ingenua imagen de “los buenos contra los malos”. Veamos a continuación nueve puntos que deben tener en cuenta los que emiten juicios críticos sobre los sucesos recientes en Tíbet. No es cierto que el Tíbet fue, hasta 1949, un país independiente y que China lo ocupó de un día para otro. La historia de las relaciones entre el Tíbet y China es larga y compleja. Con frecuencia, China ofició de señor protector. Baste señalar que el anticomunista Kuomintang también insistió en imponer la soberanía china en el Tíbet. (El término “Dalai Lama” es una muestra de esa interacción: combina el dalai –océano– mongol con el bla-ma tibetano).
Antes de 1949, el Tíbet no era Shangri-la –un lugar idílico–, sino un país feudal y cruel en extremo, de enorme pobreza (con un promedio de vida de no más de treinta años), corrupción endémica y guerras civiles (la última, entre dos facciones monárquicas, en 1948, cuando el Ejército Rojo ya se encontraba en la frontera). Temerosa de los disturbios civiles y de la desintegración, la clase dominante prohibió el desarrollo de la industria, de modo que todo el metal, hasta la pieza más mínima, si cabe, se importaba de la India. Sin embargo, eso no impidió que la elite mandara a sus hijos a estudiar a las escuelas británicas en la India ni que transfiriera sus bienes financieros a los bancos británicos con sede en aquel país.
Los chinos no “importaron” simplemente la Revolución Cultural que asoló los monasterios tibetanos en la década del 60. Durante la Revolución Cultural, menos de cien miembros de la Guardia Roja fueron trasladados al Tíbet, así que las turbas de jóvenes que quemaban monasterios eran tibetanos en su mayoría.
Se sabe que, desde principios de la década del 50, la CIA se dedicó, en forma sistemática y sustancial, a fomentar disturbios antichinos en el Tíbet, de modo que los temores chinos a las intervenciones externas para desestabilizar el Tíbet no eran “irracionales” en absoluto. (Véase el informe detallado de Kenneth Conboy y James Morrison, en The CIA’s Secret War in Tibet [La guerra secreta de la CIA en el Tíbet].)
Como muestran las imágenes de la televisión, lo que ocurre ahora en las regiones tibetanas ya no es la protesta pacífica y “espiritual” de los monjes (como la de Birmania de hace un año), sino (también) la de las pandillas que matan a inmigrantes chinos comunes y corrientes, y queman sus negocios. Debemos, pues, juzgar las protestas tibetanas con los mismos criterios con que juzgamos otras protestas violentas: si los tibetanos pueden atacar a los inmigrantes chinos en su propio país, ¿por qué los palestinos no pueden hacer lo mismo con los colonos israelíes en Cisjordania?
Es bien sabido que los chinos han hecho grandes inversiones con fines de alentar el desarrollo económico tibetano; y también en infraestructura, educación, salud pública, etcétera. En pocas palabras, a pesar de la represión, nunca antes el tibetano medio tuvo acceso a un nivel de vida como el de hoy. La pobreza es, en realidad, mucho peor en las provincias rurales de la China occidental que en el Tíbet: explotación laboral de niños en las fábricas de ladrillos (entre otras), execrables condiciones de vida en las prisiones, etcétera, etcétera.
En los últimos años, los chinos decidieron cambiar de estrategia en el Tíbet: ahora se tolera –incluso se alienta– la religión despolitizada. Más que en la fuerza militar, los chinos confían en la colonización étnica y económica, y rápidamente han transformado Lhasa, la capital, en una versión china del Lejano Oeste, con bares karaoke y “parques temáticos budistas” al estilo Disney, para los turistas occidentales. En resumen, lo que ocultan los medios de comunicación cuando muestran a los brutales soldados chinos y policías aterrorizando a los monjes budistas es la impresionante transformación socioeconómica al estilo estadounidense: en una o dos décadas, los tibetanos quedarán reducidos al nivel de los indios norteamericanos. Parece que al fin los comunistas chinos han aprendido la lección: ¿qué incidencia tiene el poder represor de la policía secreta, de los campos y la Guardia Roja que arrasa los antiguos monumentos, comparado con el poder del capitalismo salvaje, para destruir insidiosamente todas las relaciones sociales tradicionales? Así pues, los chinos están haciendo hoy lo que el mundo occidental ha venido haciendo todo el tiempo, como el Brasil en el Amazonas o Rusia en Siberia, además de los Estados Unidos en el Lejano Oeste.
Una de las razones principales por las que tanta gente en el mundo occidental participa en las protestas contra China tiene base ideológica. El budismo tibetano, difundido con gran habilidad por el Dalai Lama, es uno de los puntos de referencia más importantes de la espiritualidad hedonista de la New Age, que se está volviendo, con gran rapidez, la ideología predominante hoy en día. Nuestra fascinación con el Tíbet lo convierte en una entidad mítica en la que proyectamos nuestros sueños. De modo que, cuando la gente se lamenta por la pérdida de la auténtica forma de vida tibetana, en realidad los verdaderos tibetanos importan muy poco. Lo que se quiere de los tibetanos es que sean auténticamente espirituales para nosotros, en vez de nosotros, de modo que podamos seguir practicando nuestro enajenado juego consumista. El filósofo francés Gilles Deleuze escribió: “Si vous êtes pris dans le rêve de l’autre, vous êtes foutu” (“Si te atrapa el sueño del otro, estás perdido”). Los manifestantes contra China tienen razón en oponerse al lema “Un mundo, un sueño”, de los Juegos Olímpicos de Beijing, y proponer en su lugar “Un mundo, muchos sueños”. Pero deben tener en cuenta que así encierran a los tibetanos en su propio sueño, tan sólo uno entre muchos más.
Y finalmente, la verdadera dimensión siniestra de lo que está ocurriendo hoy en China se encuentra en otro lado. Ante la explosión actual del capitalismo en China, los analistas se preguntan a menudo cuándo se va a imponer, como acompañamiento político “natural” del capitalismo, la democracia política. Este punto se plantea, a menudo, en forma de pregunta: ¿habría sido más rápido el desarrollo de China si hubiese adoptado la democracia política? ¿Pero es así, realmente?
Hace un par de años, en una entrevista de televisión, el filósofo germano-británico Ralf Dahrendorf relacionó la desconfianza en la democracia en los países poscomunistas de Europa oriental con el hecho de que, con cada cambio revolucionario, el camino hacia la nueva prosperidad conduce a un “valle de lágrimas”: después de la caída del socialismo, no es posible pasar en forma directa a la abundancia de una economía de mercado exitosa. Era imperativo acabar con los limitados, pero reales, servicios de asistencia socialista; y esos primeros pasos son forzosamente penosos. Y lo mismo ocurre en Europa occidental, donde la transición del Estado de bienestar hacia una economía global exige renuncias dolorosas, menos seguridad y menos asistencia social garantizada. Para Dahrendorf, el problema se resume en el simple hecho de que esa dolorosa transición a través del “valle de lágrimas” dura más que el tiempo promedio entre elecciones (democráticas), de modo que resulta muy tentador posponer los cambios difíciles en favor de los intereses electorales de corto plazo.
Al respecto, el columnista de la revista Newsweek Fareed Zakaria hizo hincapié en que la democracia sólo puede “establecerse” en los países con economías ya desarrolladas: la “democratización prematura” de los países en vías de desarrollo conduce a un populismo que desemboca en la catástrofe económica y el despotismo político. No es, pues, sorprendente que hoy los países del Tercer Mundo más exitosos desde el punto de vista económico (Taiwán, Corea del Sur, Chile) hayan adoptado la democracia plena sólo después de un período de gobierno autoritario.
Esa forma de razonamiento, ¿no sería el mejor argumento para el avance chino hacia el capitalismo en contraposición al ruso? Siguiendo los pasos de Chile y Corea del Sur, los chinos utilizaron el poder estatal autoritario e ilimitado para controlar el costo social de la transición hacia el capitalismo, y de ese modo evitar el caos. En pocas palabras, la extraña combinación de gobierno capitalista y comunista, lejos de representar una ridícula anomalía, ha demostrado ser una bendición económica para China, y bien evidente. Si China se ha desarrollado con tanta rapidez, no fue a pesar del gobierno comunista autoritario, sino gracias a él. ¿Qué pasaría si los que se inquietan por la falta de democracia en China se preocuparan realmente por el rápido desarrollo de China, que la convierte en el próximo superpoder global y, por ende, en una amenaza a la supremacía de Occidente?
Pero también se da otra paradoja: ¿y si la segunda etapa democrática que sigue al valle de lágrimas autoritario nunca llega? Esto es, quizá, lo que resulta más inquietante de la China de hoy: la sospecha de que su capitalismo autoritario no sea tan sólo un remanente de nuestro pasado –la repetición del proceso de la acumulación capitalista que se extendió en Europa desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII –, sino un presagio del futuro. ¿Y si “la despiadada combinación del látigo asiático y el mercado de valores europeo” resulta ser más eficiente, desde el punto de vista económico, que nuestro capitalismo liberal? ¿Y si nos está indicando que la democracia, tal como la entendemos, ya no es ni la condición ni la causa del desarrollo económico, sino su impedimento, su obstáculo?
2 de junio de 2008
El tiempo del capitalismo autoritario
Traducción del inglés: Luz Freire
Etiquetas:
reflexiones
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